Casi a medio día se acerca Andrés a la cuadra.
Después de saludar me demanda su capricho: venía a montar a caballo, dice humilde. Comenzamos la tarea mirando lo que tenía colgado al sol: Dos monturas y una cabezada, que estaban desmontadas porque las había dado grasa.
Con el calor, le explico, el cuero absorbe mejor los aceites y luego pringa menos a la hora de trabajar con ello.
Andrés ve cómo monto la silla con las partes que la componen; con la cabezada de trabajo hago lo mismo.
Le pondrás tú a tu caballo su aparejada, le digo; después de ver cómo pongo yo al mío la suya. Él asiente.
En la yuntería su corcel tiene el cabezón de cuadra puesto y Andrés duda.
Le advierto que para salir de excursión al campo, es necesario llevar el cabezón o cabezada de cuadra, para poder amarrar al caballo en algún lugar aparente, a la hora de descansar, con una cuerda que también llevaríamos enredada en su cuello. Ponle sobre ésta la cabezada de trabajo.
Pese a que el animal es bajío, Andrés llega casi mal, porque el caballo no coopera demasiado. Al fin lo consigue con mi ayuda. Es la primera vez que lo hace.
Con la silla o montura se apaña mejor; creí yo lo contrario. Al cinchar, le ayudo también; todavía le falta maña para hacer estos menesteres, que son una complicación para un novicio.
En el picadero, le empujo sobre la montura sin más y le acoplo los estribos. Otro día aprenderás a subir y a colocarte los estribos tú solo le digo.
Ni me contesta. Impulsa a su caballejo castaño con decisión, apartándose de mí.
Durante el camino vamos a aprender a trotar elevándonos, le advierto.
Le mando ponerse de pie en los estribos agarrándose con una mano a la montura después de sujetar las riendas con la otra.
Cuando está arriba, le explico que el caballo al trotar, salta de un bípedo diagonal a otro; o sea de la mano izquierda y pata derecha, a la mano derecha y pata izquierda y así sucesivamente. Al saltar, el animal nos eleva con él.
Como pesa más que nosotros, cae antes, entonces al dar otro tranco o paso y volverse a elevar, nos pilla bajando a nosotros, mientras él esta subiendo, con lo cual nos topamos contra su dorso.
A todo esto, Andrés está haciendo bárbaros esfuerzos para mantener el equilibrio y posición forzada, para la que no está preparado. Así que le mando sentarse.
Para evitar ésto, has de dejarte impulsar hacia arriba y adelante cuando el caballo dé un tranco sobre una diagonal, por ejemplo: la mano derecha y la pata izquierda, manteniéndote elevado sobre los estribos y presionando con las rodillas en los faldones de la montura, cuando está dando otro tranco sobre la otra diagonal, la mano izquierda y la pata derecha. Así, cuando el caballo se eleve, no te topará porque tú estás arriba; después te dejas caer con él, que absorberá tu descenso suavemente con la diagonal que te impulsó.
Esto has de hacerlo repetidamente y al ritmo que te imponga el animal que montes.
No sé si ha escuchado algo de lo que le he dicho.
Mientras, me han traído a mi caballo tordo, al cual monto requiriendo la atención de mi compañero para que vea mi maña.
Por la puerta Oeste de la finca encontramos la carretera de Fresno de la Fuente, que atravesamos siguiendo por un camino pedregoso hacia un pinar ya crecidito.
Antes, dejamos a la derecha lo que fue una pradera, pobre en hierba en el verano, pero rica en setas de cardo, gamones, quitameriendas, etc., en su tiempo. Ahora se ha convertido en una escombrera mal disimulada.
A nuestra izquierda los campos de cereal esconden codornices a las que delata su reclamo.
Comienzo a trotar, para que me siga el caballo de Andrés. Me pongo de pie en los estribos y le invito a Andrés a que imite mi pose. Le cuesta mucho.
Le pregunto: ¿Me escuchaste lo que te dije antes en la pista?.
Él medio asiente.
Mírame y haz tú lo mismo, le digo: Acuérdate de que es el caballo el que te impulsa arriba y adelante.
Sí, y yo me mantengo hasta que dé otro paso para caer con él, contesta entre jadeos.
Hemos llegado a una bifurcación del camino y escogemos la que nos mete entre los pinos. Es un camino con las piedras sumergidas en el piso duro.
Los pinochos, con pocas hojas en sus ramas debido a que, hace ya dos años, se comieron las orugas todas las que tenían, nos enseñan el paisaje donde viven.
Un pájaro carpintero cruza con sus colores el camino.
Andrés anda cogiendo el ritmo del trote.
Le cuento que lo que ve ahora sembrado de pinos, hace treinta y cinco años era una pradera como la que vimos antes a su alrededor. Aquí había un campo de aviación.
¿Te acuerdas de ese hoyo alargado que vimos a la izquierda del camino, después de pasar la escombrera?.
Pues eso era un nido de ametralladoras en la época de la guerra civil. Servía para defender el aeropuerto. Hay varios alrededor del pinar. Unos son redondos y parecen cráteres. Cuando son así, siempre hay tres juntos y formando un triángulo.
Las zanjas alargadas tienen forma de uve.
A nuestra derecha hay una cruz de hormigón grabada en el suelo, entre los pinos, que desde aquí no se ve. Desde el aire se debe distinguir aún con una determinada orientación, que servía a los pilotos para aterrizar.
Ponemos al paso a nuestros caballos justo en el otro extremo del pinar.
Más adelante hay una finca mal cercada con cuatro alambres de espino en algunos sitios sujetos en postes de cemento, que encierran un campo de vigorosa avena. Por donde les faltan los alambres a los pilotes, le presto especial atención al camino para evitarlos, por si estuvieran en el suelo. Las ovejas, al enrredárseles en su lana, a veces les atraviesan en la pista haciéndolos peligrosos para las patas de los caballos y de otros animales.
Por el corta fuegos en que se ha convertido nuestra senda volvemos a trotar rodeando el pinar, raquítico en esta zona a causa seguramente de lo pobre y seco de la tierra en que estamos. Los caballos malpisan muchas veces entre los guijarros.
El toro de España en el Oeste parece que se va a venir.
De pequeño decía mi padre: Mira el toro cómo te mira.
Ahora más negro que antes sigue mirándome.
Así le digo yo a Andrés. Y dice él: pues es verdad, todavía nos sigue mirando y eso que le hemos dejado a nuestra espalda.
Dando la vuelta al pinar tomamos rumbo Sudeste. Estamos en Las Cuestas, le digo, a 1.045m. de altura sobre el nivel del mar, justo en la linde de los términos municipales de Fresno de la Fuente y Grajera. Mira, un milano real. Casi encima de la autovía se le ve planeando.
Hacia el Oeste, mas allá de la carretera que une Madrid con Burgos, se extienden campos de cereal y barbecheras hasta los cerros de los Navares y Sepúlveda. Muchos son los pueblos que desde aquí se ven.
Pronto saldremos al borde del pinar con los caballos al trote; desde aquí, al paso, atravesamos una pradera que se desmorona a la derecha en varias barrancas o cavenes arcillosas. Entre ellas hacen sus casas los conejos y el zorro, le digo a Andrés.
Por abajo, las zarzas, en los regueros ya más encauzados, delimitan algunas parcelas.
A lo lejos, hacia el mediodía, entre la autovía y una pradera estrecha que baja con el arroyo y parece sembrada de zarzas y espinos bastante creciditos, se ve la cañada real Segoviana, o lo que queda de ella. Viene desde los términos, de Aldea Nueva del Campanario y Boceguillas, allí bien conservada, cruza un cordel que se pierde de vista debajo de la carretera y, ya estrechita, en el puente de Carre Burgos, que así se llama ese sitio, se convierte en autovía.
Dos grajos levantan el vuelo de un muladar y, seguido, un buitre les imita con torpeza. Andrés se asombra.
De al lado de un pellejo de ovino salen otros dos; los caballos, impávidos, están acostumbrados a verlos. Qué grandes, dice Andrés. Le explico que desde siempre, a este lugar se han traído los cadáveres de los animales.
A los buitres, grajos, milanos, grajillas, urracas, alimoches, etc. se les ve
a menudo aquí. Si te fijas en la ladera, verás cantidad de huesos de todos los tamaños y formas.
Los milanos, cuando viene el viento del Oeste más fuerte que ahora, parecen colgados del cielo, como si fueran pájaros de papel.
Marcada en la pradera, una senda de tractores nos hace bajar con cuidado a un bosquecillo de roble. Aún recuerdo, le hablo a Andrés, los ejemplares de estos árboles que había en este paraje. Si te fijas quedan los tocones para que te des una idea de lo gruesos que eran. Alrededor de las plataformas de madera aserrada, crecen los retoños de quejigos y roble Algunas chaparras en la ladera viven mezcladas con zarzas, espinos y fresnos más abajo. A éstos es raro verlos tan desarrollados en otro lugar del municipio. Varios lagartos, que por el ruido no me parecen muy grandes, se escondieron en la hojarasca seca que quedó atrapada en el matorral cuando pasamos.
Vamos por el borde derecho de la Dehesilla y alcanzamos a oír los ruidos de una charca repleta de ranas; no la vemos porque al llegar a un camino más marcado, lo tomamos en dirección Sudoeste. Es el cordel de ganados que vimos cruzarse con la cañada y luego perderse por debajo de la autovía.
Al trote coronamos un cerrete para ver parte del itinerario que nos queda.
El camino de tierra marrón desciende suavecito hasta el calvero, donde las aulagas de nuestra izquierda evitan la erosión de la cuneta ancha y blancuzca. En el otro lado una madriguera sorprende a Andrés. Nunca he sido capaz de verlo, le digo, pero sé que ahí vive una familia de tejones, escondidos en un laberinto de galerías.
Al cruzar el arroyo de la Chiva, trotamos ahora rumbo Sudeste, por una alfombra de flores amarillas y blancas. A los rosales silvestres y espinos grandotes los vamos esquivando, mientras la tupida hierba y los cardos borriqueros aún bajitos, amortiguan el choque de los cascos de los caballos contra el suelo, enmudeciéndolos. Es uno de mis caminos silenciosos.
Desde la mojonera de Grajera y Aldea Nueva Del Campanario, pueblo al que vemos en nuestro derrotero, vamos hasta la carretera. A la dehesa empradecida, la convirtieron en campo para cereal. Al arroyo lejano de nuestra izquierda, lo tenemos arropado por sauces y zarzas de moras.
Mira, le digo a Andrés: Debajo de aquellos árboles mana la fuente del Rodrigo, un pocín en el barro que limpiaba Claudio antes de jubilarse; en una rama siempre tenía un bote reluciente para beber el agua con él.
Cuando vemos el asfalto, con los caballos al paso nos desviamos hacia el Nordeste para cruzar el arroyo y pasar pegaditos al tocón de un sauce arrancado hace años y luego al testamento de mal gusto legado por los políticos de Boceguillas a este valle limpio, para la cesión de basuras de las comunidades vecinas.
La iglesia de Grajera rodeada de verde oscuro, nos manda ir hacia ella por una pradera que no ha sido comida por el ganado aún. Su alta hierba tapa grandes champiñones silvestres que salieron con el agua de las últimas tormentas.
Al trote bien aprendido por Andrés, y prestando atención al coche de un conocido que viene por la carretera paralela a nuestro camino, llegamos a un gran charco que inunda el paso. Por su lado izquierdo el reguerillo que lo llena está casi encenagado y los caballos lo cruzan al paso. Al querer trotar de nuevo, una perdiz sale con toda su fuerza de un trigal asustándonos a los cuatro.
No vale dormirse, Andrés, comento.
A nuestra izquierda la vegetación que rodeaba la fuente Peral está quemada. Del incendio, seguramente provocado, sólo se han salvado algunos sauces jóvenes.
Las piedras salen de entre la hierba de la senda por aquí. Más allá, cerca del pueblo, el camino arenoso y duro comienza a subir desde un sauce grandote que separa nuestro sendero de otro que se aleja hacia el Oeste. Los olmos rodean la iglesia vistiendo su base con troncos muertos y nuevos retoños.
Ascendiendo llegamos a una charca casi sin ranas. Por su lado derecho seguimos y driblamos a unos arbolucos, plantados el año pasado y medio secos ya este año algunos.
Me sitúo por encima de la Poza, en una pelada repisa de tierra arcillosa, esperando a Andrés. En el agua serena distingo centenares de bermejillas y tencas soleándose. Mostrándoselas al compañero, le digo: Otro día a pescar ¿vale?.
Entre una torreta metálica de corriente eléctrica y un prado vallado seguimos hasta ver las cuadras. Para evitar un sembrado alcanzamos el asfalto, cambiando de dirección hacia él.
Al llegar dice Andrés: Después de montar a caballo.
Yo no entendí. Que después de montar me iré a pescar. Sentencia mi amigo.
En el patio detenemos a los animales. Andrés, con atención, me ve desmontar e imitándome, desciende de su caballo, ensayándolo con una excesiva agilidad provocándose seguramente algún calambre.
Con los dos pies en el suelo se da cuenta que una hora y media en la montura le han entumecido ciertas partes del cuerpo.
Con su agilidad, Poco le costó desmontar; su mano izquierda agarró la crin y después de sacar los pies de los estribos, solo inclinándose un poco sobre el cuello del animal le sobro destreza para elevar la pierna derecha por encima de la grupa, pasarla al lado izquierdo del caballo junto a la otra y descolgarse hasta el suelo con los dos pies mas o manos juntos. Luego pasó los ramales por encima de la nuca del caballo cooperante y lo llevo con su diestra hacia la cuadra imitando mis andares y mi experiencia.
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