lunes, 13 de julio de 2020

Los caminos del sosiego, Capítulo 1: Al cerro de la Horca


Continuando con el relato que comenzamos hace unos días, del libro Los Senderos del Sosiego, escrito por César Águeda, hoy compartimos el primer capítulo del mismo donde disfrutamos de la descripción de una ruta por caminos y paisajes de la zona, y las nociones básicas de equitación que el maestro va narrándonos a los lectores y explicando a su novel acompañante.

Sin más dilación, subimos el telón....


AL CERRO DE LA HORCA

A mi novato compañero, le ayudo a subir a un caballo bajito, con buen carácter y que lo llevará con un vivo paso cómodo, detrás del mío. Le coloco los estribos, pecando un poco de cortos, para que le dé más seguridad cuando comience a trotar.



Después de aconsejarle que se siente recto sobre lo más hondo de la montura, pongo las riendas en sus manos para enseñarle a sujetarlas: primero, pinzándolas con el dedo índice y el pulgar; y luego agarrándolas con los demás dedos, hoy sin usar el meñique.
Has de sentir la boca del caballo en tus manos, mediante las riendas, le digo. Si quieres que te lleve el caballo hacia la izquierda, tensas el ramal de ese lado llevando tu mano hacia el hueso de tu cadera, guiando así su cabeza. Si deseas marchar hacia tu derecha, tiras del ramal de ese lado, de la misma forma que antes lo hicieras con la brida del otro lado.
Para hacer que el caballo camine presiona con tus talones en la barriga de él y relaja un poco tus brazos hacia delante, restando presión en los ramales sujetados.
Para ir más despacio o detener al cuadrúpedo, has de tensar hacia tu ombligo, con suavidad las dos bridas al mismo tiempo, con la suficiente fuerza pero sin brusquedad.

Lo hace bien, está en marcha y dará unas vueltas en el picadero, mientras voy por mi caballo, ya ensillado e impaciente en su cuadra.
Antes de salir al campo, le mando detener a su caballo y hacerle marchar de nuevo, cosa que consigue con facilidad.
Encontramos en la luz de la calle la carretera que viene de Fresno de la Fuente, y la tomamos hacia Grajera, atravesando el pueblo con rumbo Sudeste y viendo el Pico del Lobo en lo más alto de la Sierra.
Al dejar las calles que separan las casas desparramadas en el cerro, descubrimos a nuestra derecha el rollo o picota, bien conservado aún.
Cruzamos el asfalto negro que viene de Boceguillas y va a Pajarejos, dejando el cementerio y la ermita ruinosa que yace a su lado, en la praderilla verde, de ese lado.
Del río Seco obtienen agua, las raíces profundas de los sauces y los chopos rumorosos. Llenan el cauce las junqueras, las zarzas de mora y las adelfillas pilosas, regañadas por un par de ranas camufladas.



Por el puente sin barandilla cruzo el reguero, seguido por el caballo de mi alumno, que controla su velocidad como le expliqué. Ascendemos por el camino motonivelado hacia el monte de roble, dejando a la izquierda los lavaderos hundidos entre las junqueras abundantes y el deposito redondo clavado en el lado izquierdo.
A la derecha vemos activos rosales de perro y agitadas zarzas frondosas que custodian la entrada del camino blanco que va a Aldeanueva del Campanario.
Molestados por el viento, incomodo, para los caballos y para nosotros, llevamos un trotecillo ligero, que machaca a mi elástico amigo paciente.
Se convierte la senda en unas arcillosas marcas en la hierba cuando, entre las matas del monte bajo, se meten, ascendiendo a la vez, por la cuesta horadada por el agua pertinaz.
Al paso llegamos cerca de la rebosante charca, hoyada en la Cañada real Soriana Occidental, de la que se eleva la cigüeña esquiva, mirando desde lo alto su llana extensión alargada.
Desde allí, partimos con rumbo Sudeste hacia el vértice geodésico que erguido, yace sobre el cerro de la Horca, eludiendo espinos y matas de robles que estorban el paso de los caballos.
Detenemos los caballos en la cima de 1038 metros, visitada en la mañana también, por los conejos tímidos, que dejaron sus muestras, en el borde de la barranca rojiza.



El ancho horizonte circular nos enseña la nitidez de los colores serranos atraídos por la transparencia del aire templado, que mueve las espigas raspudas de las cebadas espigadas.
Los trenes pasan cerca de aquí por la monótona vía férrea casi jubilada, por los viajeros apresurados, así como la cañada inútil, por la falta de trashumantes.
Los colores pálidos de los retoños del roble tiñen los alrededores de lozanía. Entre ellos cabalgamos buscando la senda pintada en la cañada Real y que, hacia el Oeste, nos encamina hasta hacernos cruzar la carretera que va de Sequera de Fresno a Grajera.
Desde aquí no vemos los pueblos rodeados por las Sierras de Pradales, Somosierra y el macizo de Ayllón, que nos mostraba el cerro vacío, colocado en el centro del nordeste de Segovia, discreto.
Vamos puliendo, la postura del nuevo jinete, que me pregunta por la forma de evitar los botes cuando marchamos al trote.
Has de relajar tu cintura, después de sujetar los estribos con las puntas de los pies distendidos. Así la cadera sube y baja, pegada a la montura, sin que tus hombros, se zarandeen, teniendo como bisagra tu talle elástico.
A un no lo consigue, sus rodillas no bajan lo suficiente y adelanta un poco sus pies buscando el apoyo en los estribos consiguiendo rebotar en la montura a cada tranco.
En la cañada, trotamos por la pradera manchada de flores blancas, libradas de las pisadas que marcaran el carril dividido en Terradillos; de donde dicen los archivos, que vivieron hombres en casas hechas de tierra.
o lugar de juncos, mientras nosotros, por el sedero que se ramificó hacia la izquierda, vamos metiéndonos entre independientes macizos de plantas leñosas.
Acuden otras trochas desde la cañada relegada en demanda de la dirección que llevamos, para ahorrar pisadas a los pies o vueltas a las ruedas abrasivas del prado tierno.
Busca la real vía de los trashumantes al termino municipal de Bercimuel Por el cordel de ganados acudimos despacio a los arrabales del robledal, desde el que vemos las casas del pueblo alzado, mas allá de la carretera rápida que viene de Boceguillas y pasa, por donde posamos durante un momento nuestras miradas. Los tejados de Pajarejos vienen, por la transparencia de la tarde, a confirmarnos la distancia corta que separa los pueblos de esta desparramada comarca.

Al descender por el camino blanco, marchamos al vivo paso que marca mi caballo tordo, seguido por el alazán menudo, del joven con afición.
Por el camino le nombro las distintas partes del animal que nos porta.
En el puente Nuevo, llamado así desde que lo fue. Hace muchos años, Andrés, que así se llama mi amigo de nueve años, pone al trote la voluntad de su caballo, para ascender hacia la eras, ocupadas por la presencia del frontón y unas naves almacén que nublan las piedras lamidas, del salegar.
Quedó en el hondo, el agua limpia que viene de Fresno de la Fuente, por el arroyo de la Rotura. Y ya en las cuadras, miro yo cómo a las piernas atrofiadas de Andrés, les cuesta obedecer sus ordenes.

Otro día mejorará el trote sentado, marchando sin estribos, por ahora es suficiente, montar a caballo es un deporte de los mas completos y la montura no es una cómoda butaca inmóvil.
A este movimiento se tiene que acostumbrar el cuerpo, paulatinamente, para no machacarse en exceso y poder trasformar a la persona en jinete, sin que casi sé de cuenta su mente.


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