martes, 22 de septiembre de 2020

Los caminos del sosiego. Capítulo 3: La ruta de las campanas mágicas

 Desde hace dos días, mi compañero, después de ensillar, trabajó a caballo sin estribos, al paso y al trote, con una yegua torda que galopa muy bien en corto. En este aire, el último día se acopló inmediatamente, descubriendo su comodidad en este animal.

Aprendió a bajar del caballo y a llevarlo del ramal, agarrando con su mano derecha el ronzal, cerca de la barbilla de éste y con la izquierda el resto del cabo.

A la hora de portar los elementos o atalaje del animal es importante tener la habilidad suficiente para no tropezar, ni ensuciar los elementos que se nos descuelguen del conjunto.

La practica nos dará la maña y el sentido común suficiente para adivinar que sino podemos trasladar todas las cosa al mismo tiempo, siempre podemos hacer dos viajes.

Supo quitarle la montura y llevarlo a su cuadra para que allí descanse.

Hoy, por un camino rápido, trotaremos mucho y en algunos tramos ascendentes y rectos, seguiremos practicando el galope.



Le explique tanto el galope a la mano derecha como a mano izquierda, creo que no me entendió, o él no supo referírmelo a mí de la misma forma yo se lo dije. Aunque se dio perfecta cuenta de la diferencia.

Cuando el caballo galopa hacia la derecha su pie y su mano de ese lado caen o tocan el suelo por delante de los del lado contrario o izquierdo. Y si el animal galopa a mano izquierda los miembros de este lado pisan mas lejos que los del contrario.

Me contestó.

Con esto me vale para que entendiera que es importante que si un caballo gira a un lado o a otro su galope ha de ser, el del lado al que va a doblar o esta curvando.

Por la puerta del Este, la inmediata pradera ancha hacia el Norte desciende muy suavemente enseñándonos una cerca hecha con cuatro alambres atados en algunos postes de hormigón mal hincados en el suelo, que nos acompañan hasta la Rotura, una dehesa plagada de junqueras y cardos, en estos momentos anegada casi toda por el agua de primavera, acarreada a este vallejo por los arroyos que vienen de nuestra izquierda.

Nos cuesta encontrar la senda entre el pasto flotante manchado de barro oscuro.

Sin perder el Norte los cascos de los caballos chapotean al paso sobre la hierba empapada.

En la fila que forman dos sauces jóvenes, protectores de un rosal silvestre tan alto como ellos, revolotean cuatro retoños de urraca volanderos para colocarse al otro lado de las ramas soleadas y alejarse de nuestras figuras.

Prestando atención, en el entramado espeso se ve la silueta redonda del nido donde fueran incubados.

Pájaros de su misma especie llaman nuestra atención desde el otro lado del prado, cerca de unos chopos negros.

Una inclinada ladera alta, con rojos arañazos hechos por el agua, hace de decorado para su teatral representación.



Parecen estar enfermos, dice Andrés.

Se lo hacen, le contesto. Así evitan que nos fijemos en sus crías.

El calor húmedo nos hace sudar a los cuatro, a la vez que entrecerramos los ojos para protegerlos de los insectos minúsculos que se topan en nuestras caras.

A la rana que se deja oír desde el cauce que discurre hacia el Sur por nuestra derecha no le faltará pitanza hoy.

Los caracoles esperan a la tarde para salir, después de la asegurada tormenta, de no se sabe dónde, trepando entre cardenchas, espinos, zarzas de perro y altas hierbas aun sin espigar, que vamos dejando atrás. Por momentos se ve crecer en esta absoluta calma, los cereales de las Suertes, que así se llama el llano paraje, ya bien medrados.

Cuando se acaba el prado se insinúan unos alambres de espino desparramados por el herboso suelo, que debieran estar sujetos a los postes tratados con creosota, puestos alrededor de la pradera.

Una vez cruzado el arroyo de nuestra derecha, nos descuidamos de esa trampa metálica y olvidamos dos caminos que salen del nuestro hacia la izquierda queriendo llevarnos a Fresno de la Fuente.

La vieja senda asciende por la pendiente, dentro de un tajo hecho por los caminantes y los años; y los caballos colaboran arrancando más tierra roja cuando suben al galope a la mojonera de Fresno, Grajera y Pajarejos.

Tomillos, aulagas, pocas chaparras, alguna mata de roble, muchas zarzas de escaramujo y, en su tiempo té, cantueso y más florecillas distintas a las de ahora, visten a la pobre ladera por la que ascendimos.

Los horizontes, desde aquí amplios, se ven empañados por una canícula translúcida por la que viajan a todas partes los ruidos nítidos, aprovechando la calma.

Pronto truena, le digo a Andrés.

Y él tararea: los pajaritos cantan, las nubes se levantan.

Efectivamente, trotando rumbo al Sudeste vemos cúmulos grandotes arropando ya al pico del Grado, desde un lugar donde sus majestades los robles, a la izquierda del camino, llevan viviendo muchos años.

Al otro lado, el barbecho descubre una tierra guijarreña y no muy fértil, roturada hace poco para sembrar cereal. Arrancados tocones grandotes muestran el porte de algún rey destronado de su feudo siempre verde. Ahora yacen convertidos en casas para lagartijas, en el borde de la senda.

De los que quedaron vivos se desprende el zumbido de los tábanos y los arrullos de las palomas torcaces enamoradas en sus nidos.

Cuando ponemos los caballos al paso, ante un montón de piedras que dejaremos a nuestra derecha, una comadreja se asusta de Andrés, que, perplejo, trota hacia ella impulsado por su curiosidad.

¿Qué comen? Me pregunta, encaminando a su caballo hacia Pajarejos, que se ve al Este.



Las comadrejas son carnívoras, los ratoncillos que pretendan esconderse entre las piedras o las pacas de esa pila gris que hay al lado, pueden ser su alimento, así como pajarillos e insectos; son unas efectivas cazadoras, muy simpáticas, para los de nuestro tamaño.

Por un sendero hundido por el trasiego dejamos atrás el cementerio ampliado y la gran cruz caliza y solitaria, que nos recibe invitándonos a pisar sobre el cemento tapizador del camino que nos lleva al pueblo.

El tío Aure, desde su huerto, se asoma para saludarnos, al mismo tiempo que Rufo, girando su audífono hacia nuestra altura, nos advierte del remojó con elevado tono de voz.



De la espadaña de la disfrazada iglesia románica, cuelgan dos campanas cetrinas que cuando suenan espantan a las nubes, le digo a Andrés.

No contesta y sigo hablando:

Cuando los vecinos de aquí presentían que una tormenta gorda iba a descargar sobre sus campos, con el permiso de su patrón, el del señor cura y un poco de permiso del alcalde, hacían repicar las campanas con fuerza. Entonces las nubes se repartían entre los campos de Cedillo de la Torre unas, y otras, en los de Grajera.

Las que marchaban a Cedillo descargaban agua y el granizo lo depositaban las que fueron a Grajera.

Los de mi pueblo quisieron hacer lo mismo con sus campanas y los correspondientes permisos, para mandarles las tormentas a Boceguillas y a Barbolla, pero no les funcionó.

Pienso que a veces hablo solo, por culpa del silencio de mi compañero.

En una puerta carretera que da a la plaza, bajo un rosal invadido por sus flores, una señora encorvada que hacía ganchillo en la sombra del exterior, nos mira mientras se sienta en el fresco interior de su cochera en penumbra.

¿Y hoy las van a tocar?, me pregunta una voz, sacándome de la plaza por una calle que se orienta al Este, lindera a una baja pared protectora de pequeños frutales bien cuidados, en su umbral.

Los gorriones alborotan en el tranquilo pueblo, junto al ruido de las herraduras que retumban en alguna pétrea pared sin revocar.

Desde una casa cubierta de negro, vemos la báscula pública cerca de la carretera que une Boceguillas con Bercimuel, ante la cual detenemos a los animales para asegurar nuestro pasar, dejando atrás un saúco nevado de flores.

Los eminentes chopos murmuran a nuestra espalda con las térmicas, mientras miramos al empinado cerro, donde nace un barranco que desciende paralelo a nuestro camino y al que asciendo galopando animoso, precedido de Andrés.



Aun no se sienta sobre los huesos isquión de la cadera.

Para aliviar el culo sé apoya, se sienta: sobre los estribos y no relaja la cintura, esto hace que en las transiciones sobre todo, se separe de la montura. A él le parece que sin razón.

Esto me ayuda a hacerle ponderar al ser vivo que lo porta, que siente y se cansa todavía, poco más que él.

Así percibe que el trote se hace el aire mas practico para el conjunto que componen caballo y jinete. No en vano este animal en libertad para sus largos desplazamientos usa el trote, el paso para deambular por un pequeño lugar mientras busca pasto y el galope lo emplea principalmente para huir.

Desde lo alto echamos la vista atrás, descubriendo dos sendas relegadas, una a cada lado de la ruta que llevamos.

Por la cañada del Campillo trotamos en dirección Sur, viendo cómo su margen derecha se hunde, erosionada por aguas que formarán cárcavas rojas y que hoy quieren taponar con escombros indiscretos.



De las matas de roble que en ellas crecen, se sirven las liebres para perderse en cuando son galgueadas.

En este campo tan llano de la izquierda. Le cuento a Andrés, a las liebres, que son como un conejo sólo que de color pardo en vez de gris y mucho más veloces, cuando el invierno tiñe de escarcha los terrones, se las intenta dar caza con lebreles, perros muy veloces, que algunas veces, dan alcance a las más lentas o menos astutas.

A la izquierda dejamos un cordel que nos llevaría a la cañada Real Soriana Occidental, entre campos de trigos verde oscuro, que ahora embrollan los correderos descritos.

Los ruidos del campo enmudecen mientras galopamos adivinando la dirección en la pradera, gastada por las ruedas de los tractores, que siguen pasando por donde pasaran un día los carros de estos pueblos y los ganados de otras tierras.

Nos reverencian al pasar hacia el Sudoeste las matas de roble cada vez más tupidas, con su sombra a estas horas escasa.

De las tierras labradas, nos va separando un reguerito al principio, que luego, en la curva del camino, se ensancha al descender, formando varias barrancas salpicadas de flores y tomillos, entre matas de roble escoltadas por otras de estepa, que descuelgan sus raíces por el borde vertical de la más profunda.

Con la segura referencia que nos da el pinar verde oscuro, que se ve detrás de Grajera, trotando hacia allí por la ligera pendiente del motonivelado camino, abandonamos el monte presintiendo en nuestra espalda la humedad pesada que trae la oscura tormenta, desde la ermita de Hontanares.

Antes de pisar el asfalto y cruzar el puente Nuevo, por la pradera y hacia nuestra izquierda, nos dirigimos, sin ruidos, entre el arroyo y los sembrados, en busca del Suroeste.

En al pradera el agua del torrentillo caprichoso describe una curva que el ganado ha de vadear para seguir pastando en ella. Cuando lo hacen nuestros caballos suenan los guijarros del fondo al chocar con sus cascos pesados.

Sólo el murmullo del agua se advierte en el puente de la carretera de Sequera que salvamos nosotros por encima y él por debajo.

El cuerpo de los caballos, como el de todos los animales y no mas, atrae la electricidad que pulula entre las nubes de la tormenta como auténticos para rayos ambulantes.

Siempre se creyó que el pelo de las caballerías atrae con mas intensidad a los rayos, que por ejemplo la lana del ganado ovino. No sé hasta que punto esto es cierto, aunque hay que observar que los caballos llevan los zapatos de metal y su pelaje es menos grasiento que el de las ovejas y esto favorece la conductividad a tierra de sea fuerza invisible y mágica que es la electricidad.

No hay estadísticas sobre esto por eso vamos a pensar que las descargas de las tormentas, no distinguen las especies animales. Solo perseguirán a su electricidad estática y a la estela o corriente de aire que describe o pudiéramos dejar los seres vivos cuando queremos escapar de esta amenaza.

No nos detenemos por estas reflexiones queriendo pensar que nos dará tiempo de hacer el recorrido, aunque reconozco el riesgo que nunca sé debe correr si se puede evitar.

En libertad los animales, intuyen los temporales de cada tipo e intensidad y se amparan en el ámbito de la forma mas adecuada para cada circunstancia.

Al horizonte de nuestra izquierda, lo pintan de plomo las inclemencias, borrando la silueta de la sierra, que ni con la luz intensísima del flash de un relámpago vemos.

Sólo el crujir de las monturas se siente, los pajarillos de ribera hasta hace un segundo gorjeaban y las ranas se oían, hasta los árboles grandotes parecen de piedra.

De la Berzosa hacia la derecha sale una senda de entre los juncos y la hierba, que sube al pueblo.

Al encaminar a los caballos hacia el falso verde del cuadrado del frontón, que se vio iluminadísimo hace un instante, el trueno seco y aplastante, nos estremece, a la vez que levanta de la carretera a media docena de palomas que remolonas se pierden en sus posaderos seguros, mientras los goterones de litro comienzan a llovernos nada más cruzarla nosotros.

Ya tocaron las campanas en Pajarejos, dice Andrés encogiéndose en la montura al ver la senda que desde el asfalto y por la orilla derecha del frontón, nos lleva a la cuadra bien mojados, pasando al galope entre desordenados desechos abandonados en medio del Salegar.

Si las hubieran tocado, le digo, en vez de calados, ahora seríamos apedreados por el granizo.

No, si les tendremos que dar las gracias encima, dice riéndose cuando desmonta de Isidra a su manera, y se encoge para evitar la gorda lluvia al entrar en la cuadra.


  

A los animales les secamos con la cuchilla de baño quitándoles la mayor parte del agua colgada en su corto pelo y les dejamos en la seca caballeriza oscurecida por la tromba casi opaca.

Las ropas de los caballos escurren dentro del guadarnés ventilado aunque al cuero lo pasamos un paño absorbente intentando aliviar su humedad.



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